Postado por: Mundo Raimundo domingo, 13 de outubro de 2013




Olá, prezadx leitorx

Mudando de saco pra mala: esta é minha introdução no mundo da literatura, cuja obra é assinada pelo pseudônimo de Valentina Guadalajara. Muito obrigada pela leitura deste conto em espanhol que se chama 17.520 horas.


17.520 horas

Hay horas en que el pensamiento, tal cual un ilusionista, se disfraza de hoja que baila con el viento. Aletea entre diferentes percepciones de la realidad inmediata - impresiones, ruidos, olores; sin embargo, permanece ahí, ensimismado, con el mismo ingenio escondido en el fondo del sombrero de copa. A veces parece que ciertos razonamientos se visten de ellos mismos para que parezcan ajenos.
“Esta mano parece más envejecida que la otra”… “¡cuántas nubes!”… “se va a romper el ala, cómo tiembla”… “che, piloto, ¡¿llegamos esta semana?!”. Faltaban cincuenta minutos para aterrizar. Más el tiempo de bajar del avión, pasar por inmigración, agarrar las valijas. Será tal vez una hora y media, pero en realidad son ciento setenta y cinco mil doscientas horas, y una hora y media más.
El verano me hacía sentir libre, vivo. Hasta ese momento, en esa época ninguna sensación era comparable a la de estar en la playa, agua y cielo azul. Pero ella, ella, desde el primer instante fue para mí mucho más que ése y cualquier otro verano abrasador. Estaba ahí, “¿una brasileña rubia de ojos verdes?”. Tenía una risa como la Bossa Nova, tranquila y festiva. Una sonrisa de dientes exhibicionistas. Medio flaquita, pero apretable… y la piel blanca, papel al que yo como su pintor, quisiera dibujar. Su voz era como una ola, y estar ante ella era estar atrapado en este torbellino y quedarse desorientado, ofuscado, sumiso. Su presencia era tan enorme y avasalladora que no cabía en ningún estereotipo, era como si fuera necesario cerrar los ojos para verla.
-            ¿Tenés fuego?
-            Não tenho, eu não fumo. ¿Argentino?
-            Sí, argentino… y no, yo tampoco fumo.
-            Então porque você pergunta?
-            Para escuchar você, sentir más de perto tu voz,  canción de terremoto. 
Me la gané. Estuvimos juntos nada más que siete días y se iba a San Pablo. La llevé a la estación donde se tomaba el micro.
-            Se você quiser, pode me visitar… – invitándome y a la vez  incendiándome en portugués.
No era preciso que habláramos la misma lengua, teníamos nuestro portuñol particular, idioma de deseo e inquietud. Y reíamos mucho. De mi parte, un acento argentino lleno de desasosiego. De la suya, una melodía disonante que a mí me encantaba: não, coração… pero mucho más coraçãozinho. Y cuando no nos entendíamos, podíamos estar horas intentando descubrir lo que el otro había dicho. Ése era nuestro deporte-sabrosura.
 La besé y le dije:
-            Nos vemos en San Pablo.
Ella se rió, mitad esfinge, mitad cenicienta.
Tres días después la volví a encontrar. Casi sin plata, una semana en Brasil. Con veintidós años no se necesita mucho, la pasión no demanda dinero: tardes en parques, conversaciones en los bancos de las plazas, y lo más valioso era el sol poniéndose al final del día.
Después cartas, muchas cartas. Ella escribía una por semana, yo cada quince días. Un día,  sin una explicación concreta, el amanecer me asaltó con un desconsuelo terrible y desmedido, con dos preguntas aterradoras y una conclusión brutal: ¿Cuándo volveré a encontrarla? ¡¿Cuándo tendré plata para viajar de nuevo a Brasil?! Esta mujer me va a dejar. Ya no puedo soportar la angustia de vivir esperando que cada carta venga con un mensaje de despedida.
Nuestra distancia era demasiada, ella era mucho para mí, el miedo y la debilidad me vencieron. Yo no podía sostener esa relación. Lo único que encontré fue un amparo infantil y cobarde. Dejé de escribir, desaparecí.
Una carta de ella preocupada por mi ausencia y preguntando si me había pasado algo o si el silencio significaba el fin de nuestra relación. Otra carta, mucho más triste, un poco enojada. Y otra más de puro dolor y corazón roto.
Esta mujer, esta mujer. Soñaba con ella todas las noches. No podía creer que hubiera tenido tanta suerte y al mismo tiempo todo lo contrario.
Dos años después me recibí. Cuatro años después, me casé. La amé, desde los dedos de los pies hasta la punta de los pelos. Tuvimos dos hijos, una casa, un perro, un autito viejo, muchas cenas en familia y un jardín. Se terminaron las cuotas del auto, después las de la casa. El perro se enfermó y murió sin que los chicos pudieran prepararse para su partida. El jardín se fue secando poco a poco. Y lo último fue la familia aterrada en un vacío de sentido.  Yo cada vez más solo, ella también. Era inevitable la separación.
Seguí con mi vida, conociendo gente nueva, pero nadie se infiltraba profundamente en mí. Pensé que era adolescente de vuelta, hasta me hice un Facebook. Pero claramente no era un joven, a las tres y media de la mañana me quería ir de las fiestas, y, en el día posterior, tenía resaca como nunca había tenido en mi vida. En mi casa, una noche, de repente, mi inconsciente dominó mis movimientos y los dedos escribieron: Silvia Oliveira dos Santos. Ahí estaba ella, se hizo un clic y la agregué. No podía creerlo, “¡¿Por qué hice esto?!” “¡¿Qué me pasó?!” “¡¿Me volví loco?!”.
La mañana siguiente, salí de la cama prácticamente sin dormir. Entré al Facebook: nada. Hoy sí, podía ser un adolescente, podía bailar toda la noche, podía estar ansioso y perderme en mis  anhelos en cualquier conversación que durara más de dos minutos. Hoy yo tenía el relámpago de la juventud en mis ojos.
Volví a casa y, apenas entré, prendí la computadora. Sí, ella me había agregado y estaba conectada. Primero: hola, ¿cómo estás?, ¿cómo anda tu vida? Después de algunos días: ¿con quién vivís?, ¿tenés hijos? Y de ahí en adelante: lo que habíamos tenido juntos, cómo y por qué todo había terminado.  Que yo la quería, y ella me quería. Que yo nunca la había olvidado. Y ella tampoco. Que cuando conté en mi trabajo que me iba a Brasil por una novia del pasado, me decían “ah, ¿Silvia?” y me di cuenta que no había dejado de pensar en ella, ni hablar de ella durante estos años. Que ella me buscó mucho por internet y nunca me encontró. Que yo pensé que ella estaría casada, que ella pensó que yo estaba muerto. Ni muerto yo, ni nunca casada ella. Ni yo había aprendido portugués, ni ella estudiado español. En nuestras vidas nadie y el corazón despejado.
Fueron cuatro semanas y ya nos habíamos enterado del pasado del otro. Después de conversaciones interminables por internet, noches de poco sueño y de muchas ilusiones, ella me dijo:
-            Se você quiser, pode me visitar… - nuevamente prendiéndome la chispa.
“Qué este avión no se caiga”, “qué no se atrase”. “No tengo hambre”. “El baño está ocupado”.
Más de ciento setenta y cinco mil horas y estoy llegando. La veo, veinte años después, pero era como si fuera un déjà vu del día en que la vi esperándome en la terminal de San Pablo. La miraba y sentía lo mismo. A cada paso, iba saboreando el reencuentro. Reconocí sus dientes artistas, la piel-nieve un día delineada por mí, su voz de mar salvaje, e íntimamente iba festejando la visión de su actual cuerpo, mucho menos flaquita y mucho más apretable. Pero también sentí un corazón, mi corazón y su corazón: un corazón.
Si hubiera muerto en aquel momento, habría llevado la imagen más precisa de la felicidad jamás vista. Si me hubiera muerto en aquel momento, no sería ahora este hombre contemplativo, adorador de su alma  y su cuerpo desde hace diecisiete mil quinientas veinte horas.



Valentina Guadalajara

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